jueves, 25 de agosto de 2011

A PROPÓSITO DE LIBIA


La armada Brancaleone

ARTE Y CRIMEN
Luis Brito García

Proclamó Honorato de Balzac que en el comienzo de toda gran fortuna hay un crimen. También en el inicio de toda estética. Pillos y camorristas han sido los sujetos por excelencia de las artes. Mientras más prójimos despachaban Sansón y Aquiles, más bonitos quedaban en las estatuas. Las mitologías son un prontuario de todos los delitos que se podía cometer con las armas de la Edad del Bronce. No hablo de los Libros Sagrados, porque superan el promedio de hecho punible por página. La única manera de que los asesinos no traten el arte como un delito es elevar el delito a la categoría de arte.

 ­Mientras mayor el genocidio, más conmovedor el arte que lo celebra. En materia de crimen, cantidad es calidad. Mediante el derroche proclama el rufián que no le ha costado trabajo lo que dilapida. Las pirámides, la Muralla China, son exposiciones perpetuas de trabajo robado. La argamasa de las grandes arquitecturas es la sangre de quienes las erigieron. Para recordarlo se hacían con tanta frecuencia en ellas sacrificios humanos. Concluido el Taj Mahal, al arquitecto le arrancaron los ojos para que no pudiera crear obra equiparable. Más de cinco millones de indígenas perecieron en los socavones del Potosí para costear el esplendor de Europa. Ni siquiera la utilidad dispensa de la hecatombe. El Canal de Suez es sepultura de centenares de miles de ciervos: el de Panamá, de millones de peones y coolies. Los grandes museos por lo regular exhiben botines pillados a otras culturas.

 ­Pedo filosofante, alcahueta de mandriles, llamó Aldous Huxley a la Razón. La mala estética siempre adula al poder. Prueba de ello, la glorificación del forajido como conquistador de La Araucana, la eufemización del pirata como pícaro de La isla del tesoro y como bufón de Peter Pan. En tiempo de las bárbaras naciones acostumbraba el pillo echarse todo el botín encima, por si tenía que salir corriendo. De allí la sobrecarga decorativa de las indumentarias de linajes y noblezas. La quincalla de los trajes de las oligarquías apenas claudicó ante la detestable sobriedad a mediados del siglo XIX, cuando ante el pillaje generalizado resultó prudente esconder los activos en el Banco, de donde no tardaban en desaparecer en manos del más peligroso rufián conocido, el banquero.

 ­Postuló Proudhon que la propiedad es robo. Toda irresistible ascensión económica es sospechosa. Ni el dinero ni el pus aparecen solos; ambos brotan de la infección. Por tanto, el pandillero pasa a ser el héroe de una sociedad de salteadores. Las supuestas azañas de Jesse James, Billy The Kid, Doc Holiday, Billy Wild Hickock y Pat Garrt son celebradas por la misma prensa que exalta el saqueo de la mitad del territorio mexicano, la invasión de Cuba, la anexión de Puerto Rico y las Filipinas y la ocupación de Panamá y Colombia, Scott Fitzgerald sublima el El Gran Gatsby la tragedia del gánster que después de arrancar el dinero a los infelices es interrumpido por un balazo mientras trata de usarlo para comprar estatus.

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